He perdido la cabeza

He perdido la cabeza
-He perdido la cabeza -Eso me temo,estás loco,chalado,majareta...Pero te diré una cosa, las mejores personas lo están

lunes, 26 de diciembre de 2011

Agua turbia

Deja que el agua acaricie tu piel.
Sumérgete en la bañera, a la luz de las velas y cierra los ojos.
Ahora olvídalo todo, mi amor, ahora solo escucha el grifo correr y el movimiento del agua.
Siente la calidez que tu cuerpo helado buscaba y relájate.
Siéntete a ti, solo a ti, desde hace mucho tiempo.
Siente tus músculos cansados, los huesos bajo la piel.
Deja que tu cuerpo recupere la palidez y la suavidad de antaño, borrando las marcas del polvo y las heridas.
Túmbate, así, despacio.
Ahora tu cabello se esparce alrededor de tu rostro, movido por las aguas, y tu sigues con los ojos cerrados.
Estás preciosa.
Ahora sumerge la cabeza, todo tu cuerpo envuelto en cristal.
Y desde ahí abajo, abre los ojos, mírame. Lo ves turbio, quieres huír, pero, mi amor, no puedes huír ahora.
Aguanta un poco más. Sé que es duro, pero yo estoy aquí, cuidaré de ti.
Forcejeas un poco, no puedo dejarte salir, aún no.
Te sujeto y quieres soltarte, pero aún no es el momento.
Ahora ya estás más tranquila, flotas...
De golpe abres los ojos y te incorporas, desnuda, temblando, sentada en la bañera y el suelo encharcado de agua...
Me buscas, pero no hay nadie.
Te abrazas las rodillas con los brazos, con mis brazos y te das cuenta de que lo que te paraliza, lo que te destroza eres tu. Tu miedo.
Alzas la vista al espejo, y estoy yo...
Escalofrío. Se apagan las velas.



Licencia Creative Commons

Este obra de Pilar Hernández está bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.


miércoles, 10 de agosto de 2011

Ojos que no ven...

La niña caminó por el pasillo con el oso de peluche fuertemente sujeto en la mano. Avanzó con curiosidad hasta la mesa de la costura y cogió el alfiletero.Una a una, fue acercando las puntiagudas agujas a sus enormes ojos marrones, y una a una las fue clavando.
El alfiletero se quedó casi vacío. Antes de dejarlo sobre la mesa de nuevo cogió el alfiler que quedaba, clavándolo en el ojo del osito, que sonreía inocente.
Se sentó en el suelo, con el muñeco sobre el vestido gris, y miró sin ver nada, mientras sus labios infantiles esbozaban una amplia sonrisa



Licencia Creative Commons

Este obra de Pilar Hernández está bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

sábado, 6 de agosto de 2011

Solo somos hilos de plata

¿Que es lo que más duele?
Un corazón roto, perder a un amigo, quedarse solo, decepcionar a las personas que amas. 
Hacerles enfadar, saber que sufren, que están dolidos y es culpa tuya... Sentir el enfado en su voz, enfado hacia ti, por parte de alguien a quien quieres más que a nadie. Sentir que le has decepcionado. Y lo que es peor, sentir que no es la primera vez.
Y entonces, es cuando empiezas a cuestionarte sobre la fragilidad de las relaciones, como si fueran frágiles hilos de plata. Brillantes y cuidados, pero vulnerables a las tijeras de los miedos, las inseguridades...
Solo somos eso, pequeños puntos de luz conectados con mayor o menor fuerza por hilos de plata, que fluyen desde nuestro interior, desde lo más profundo de tus entrañas y de las del otro hasta formar un vínculo. A veces te parecen hilos irrompibles, pero siempre pueden quebrar, por cualquier cosa, y si lo hacen...
¿Que haces entonces?

viernes, 5 de agosto de 2011

La caja

Imaginaos, una caja. Una caja rectangular, de cristales blindados, capaz de resistir todo tipo de golpes o roturas...
E imaginad que dentro de esa caja, encerrais a un ser vivo. Una criatura tan pequeña que os cabría en la palma de la mano, frágil, vulnerable, y sola.
Desde dentro, la criatura podrá contemplar el mundo. Podrá ver como disfrutais, como sufrís, como estais juntos, como vais y venís con historias de lugares sorprendentes... Mientras ella solo puede permanecer ahí encerrada.
Con el tiempo, vereis que el bichito sufre, que llora y golpea los cristales con sus pequeños puños hasta que sus nudillos se tiñen rojos. Vereis como se debilita por momentos, mientras el resto del mundo sigue fluyendo, sin verlo.
Los golpes cada vez serán menos frecuentes, más flojos.
La diminuta figura se acurrucará en una esquina, rodeando su cuerpecillo frío con sus largos brazos.  Una lágrima golpea el fondo de la caja, un llanto silenciado por las paredes transparentes.
Cada vez más pequeña, cada vez, más perdida.
Mirareis hacia la caja, y no habrá nada más que cenizas.



Licencia Creative Commons
Este obra de Pilar Hernández está bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported

miércoles, 3 de agosto de 2011

El bosque

Cuando empezamos a hablar sobre esto, no pensé en ello como algo real, sino como en un paisaje macabro y fascinante, pero completamente falso.
Sin embargo, al ver ahora ante mí la multitud de cuerpos frescos, colgando de los árboles como frutas maduras ...(suspiro).
Ahora es tan cierto como que yo estoy aquí de pie.
El viento sopla, pero las hojas de los árboles no se mueven. Si te fijas, te darás cuenta de que realmente no son hojas, sino que las ramas desnudas de los árboles están cubiertas por miles de cuervos de ojos oscuros como la muerte, inmóviles y silenciosos. De vez en cuando, alguno deja la rama para picotear los ojos de algún cadáver. Otras veces, prefieren arrancárselos cuando todavía respiran. Los demás graznan con un sonido espeluznante que recuerda a la risa humana mientras el hombre lanza alaridos y se agita colgado de la soga.
Cuando empezamos a hablar sobre ello no lo pensé como algo real. Y tu tampoco. ¿Sabes por qué lo sé? Porque aún ahora, colgado de tu rama, sigues mirándome con los mismos ojos desorbitados, como si yo me hubiera vuelto loco (sonrío).
Un cuervo se ha posado sobre tu cabeza, por lo que tengo la impresión de que nuestra conversación ha terminado. Recojo mi sombrero y hago una reverencia al cuervo que te picotea el ojo izquierdo. El animal hace una inclinación con la cabeza. La educación es fundamental.
Me voy, tal vez vuelva mañana, y con suerte, me mirarás con otros ojos.



Licencia Creative Commons
Este obra de Pilar Hernández está bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

jueves, 14 de julio de 2011

Vuelo a las estrellas

A veces creo que mi mente está desequilibrada. Lo pienso cuando veo al resto de la gente mirarme con una mezcla de repulsión y miedo en el rostro. No sé, yo solo busco nuevas formas de conseguir lo que imagino.
¿Mi próximo proyecto? Llegar a tocar las estrellas. Sí, las estrellas.
Llevó varias semanas cazando mariposas para ayudar en mi tarea. Cientos de tarros colocados por toda la casa, sobre todos los muebles...
Seguro que os preguntais como voy a hacer lo que me propongo, seguro que pensais que es imposible, pero no, yo se lo que falló la primera vez que alguien lo intentó y no cometeré el mismo error.
Ícaro intento volar al sol con alas de cera y cayó. ¡Alas de cera! fue una locura, acabo hecho papilla contra el suelo todo roto, todo roto... y derretido jajajajaj.

Enhebro una nueva aguja con hilo de plata y cojo una de las mariposas azules. Aletea en mi mano, tratando de escapar, pero no voy a matarla... solo quiero que se quede unida a mi creación. Le atravieso el abdomen con la aguja y por un instante deja de moverse. Tal vez haya muerto, no importa, la saco del hilo y me dispongo a coger otra. Quizás pinchando un poco más arriba...
Por fin consigo encontrar el lugar por donde atravesar los insectos sin matarlos. Con los pájaros fue más fácil, simplemente dejaron de quejarse después de que les arrancara las alas, y coserlas entre sí fue fácil.

Volaré, volaré...
Eso es lo único que puedo pensar mientras veo mi obra terminada, todas aquellas pequeñas alas azules agitándose a un tiempo sobre las alas de plumas...
Queda la parte más complicada, preparar las alas para saltar.
Me coloco entre dos espejos, con la espalda descubierta, las alas a mis pies y la aguja con el hilo preparado en la mano. Con sumo cuidado empiezo a coserlas a mi espalda, justo sobre los omóplatos. La aguja entra y sale de la piel, teñida de rojo, duele, pero merecerá la pena cuando llegue a las estrellas.
Ya estamos listas, pequeñas criaturas, ya podemos volar, vamos a llegar tan alto como nunca nadie ha soñado... Loca decían jajajaj.
Subo a la azotea del edificio, necesitaré altura para levantar el vuelo. Las costuras escuecen. Siento el aire golpearme de frente, abriendo mis alas, las mariposas se agitan, asustadas o emocionadas por nuestra próxima hazaña. Lo más probable es que sea emoción.
Me acerco al borde, sonrío, no puedo dejar de sonreír, es divertido, volar, volar... y me dejo caer. Las alas se llenan de aire, tiran hacia arriba. los insectos tratan de huír al cielo pero están cosidos entre sí, y yo caigo, caigo... ¿Por qué no vuelo? 
Veo el suelo cada vez más cerca, en cualquier momento levantaré el vuelo, en cualquier  momento. Sopla un viento más fuerte, las alas se impulsan hacia arriba pero yo no. Siento un desgarrón, un dolor atroz en la espalda y sé que he perdido las alas. 
Casi he llegado al suelo. Me explotan los tímpanos, no oigo nada.
Le daré recuerdos a Ícaro cuando lo vea, le diré que mi inventó sí funcionó, que ha llegado a las estrellas...
Abro la boca para gritar pero me falta el aire...
Cierro los ojos.
El suelo.


miércoles, 13 de julio de 2011

Compases

Burbujeó la tinta de las notas
y espesa resbaló por el papel.
Se arrastró lentamente a través de las cinco líneas,
como un insecto negro y brillante.
Un olor nauseabundo empalagaba el aire,
mientras las notas abrían en la piedra heridas humeantes,
devorando con sus pequeños dientes la carne pétrea.
Su dura superficie surcada de venas y regueros de sangre.
Gota a gota, cayó el espeso líquido sobre el cuerpo desnudo.
Su piel, cubierta de heridas, hirvió al contacto. 
Lentamente, el líquido lamió con lascivia su piel,
penetrando con su lengua, infecta, en la carne abierta.
Temblores febriles se adueñaron de su cuerpo,
por sus venas corrió dulce y voraz el veneno
hasta rasgar su cuerpo.
Los temblores cesaron.
Solo el silencio.

viernes, 8 de julio de 2011

Burbuja

Caminó descalza hasta el baño.
El agua de la ducha empezó a sonar y ella dejó caer el etéreo vestido blanco hasta el suelo.
Sus pisadas sonaron con suaves salpicaduras cuando se metió en la ducha.
Se apoyó contra la pared, formada por pequeños azulejos azules y apoyó su pesó contra ella, deslizándose hasta el suelo negro.
Se quedó así, con los brazos cruzados alrededor de la cintura y las piernas encogidas , mientras el agua caía sobre ella. 
Cerró los ojos, tenía el pelo oscuro pegado a la cara y los labios entreabiertos, quizás siguiendo la canción que sonaba desde lejos.
Pasó horas bajo el agua, con los ojos cerrados, ajena al mundo, cada vez más encerrada en sí misma, esperando que el agua se llevara la tristeza, la soledad, el dolor...
Cuando la encontré, seguía encogida en una esquina, pero ahora apretaba los ojos con fuerza, al igual que los labios. Abrí la mampara y entré, agachándome junto a ella. Con delicadeza, le aparté el pelo de la cara, a esa distancia pude ver que no era solo el agua de la ducha lo que empapaba sus mejillas. Le puse la mano bajo la barbilla y ella levantó la vista hasta mí, sus ojos estaban rojos de llorar, vidriosos y brillantes.
La abracé. Simplemente eso, rodeé su cuerpo desnudo y frágil con mis brazos y la abracé. Ella emitió un pequeño gemido lastimero y sentí como sus cálidas lágrimas morían en mi cuello.
No puedo decir con exactitud durante cuanto tiempo la sostuve así, con el agua cayendo sobre nosotros, pero tampoco importa.
Cuando sentí que el llanto se atenuaba, la cogí en brazos y me levanté. Me costó más de lo que pensaba, ya que mi ropa empapada era un enorme peso extra. 
Salimos del baño, mis pasos sonaban como si pisara charcos. Para cuando llegué a la habitación y la dejé sobre la cama ya se había dormido, agotada. 





viernes, 1 de julio de 2011

Conexiones en el cielo

Abrió la ventana y salió al tejado.
El aire olía a verano, a esa agradable mezcla de calor y brisa marina.
Se tumbó, con los ojos abiertos y los brazos detrás de la cabeza. El cielo se abría a sus ojos, infinito, cubierto de miles de brillantes blancos que iluminaban los tejados. 
Contemplaba la luna, en silencio, soñando que era como un punto de conexión, que unía a todas las personas que como ella estuviesen en ese mismo momento contemplando la esfera plateada. La idea le hizo sonreír. Al mirar la luna miras a quien la contempla, independientemente de la distancia.
En otro lugar, a kilómetros de allí, un chico sonreía ante esa misma luna, con el mismo pensamiento.






viernes, 10 de junio de 2011

Pájaros de papel

Había una vez una niña que se dedicaba a tirar por la ventana pajaritos de papel.
-¿Por qué lo haces?- le preguntó su madre un día.
-Quiero verlos volar-respondió con los ojos brillantes.
Pasó un tiempo, y la niña seguía tirando pájaritos de papel.
-¿Por qué lo haces?- volvieron a preguntarle.
-Quiero verlos volar.
-Los pájaros de papel no vuelan, hija.
De su ventana, no volvieron a caer más figuritas de origami.




miércoles, 8 de junio de 2011

Origami

Empezaba a sonar Beethoven cuando hizo la primera doblez en el papel.
Sus dedos se deslizaban sobre la superficie,  lentos, como en trance, mientras sonaba la música.
Por la ventana entraban los últimos rayos de sol,  iluminando la habitación con una luz rojiza.
Ella seguía doblando, sentada sobre la cama. En el suelo, el tocadiscos seguía girando, la música se aceleraba.
Dobló, apretó con las uñas, y el papel se rasgó. Se quedó mirando, en silencio, con el rostro inexpresivo, el pájaro roto. Lo tiró al suelo, y volvió a empezar.
Los cadáveres blancos de sus anteriores intentos llenaban el suelo, como una alfombra.
Empezó desde cero, y de nuevo salió mal.
La canción volvió a repetirse, por decimonovena vez.
La mirada de la chica estaba fija en el papel, y sus dedos más ágiles ahora se movían como si estuviesen poseídos por los pasos que debía seguir.
Dobla, dobla, dobla...
El pájaro estuba acabado.
Los sostuvo entre sus dedos, girándolo, mirándolo a trasluz.
Se levantó con la figurita en las manos y se dirigió al baño.
Abrió el grifo de la bañera y se sentó en el suelo. Esperó a que el agua cubriera todo el plato y después colocó el pequeño origami dentro.
Se quedó quieta unos instantes, mirando como se iba deshaciendo, arrastrado por la corriente hacia el desagüe, hasta quedar reducido a unos restos de papel mojado. Entonces cerró el grifo, cogió el cuerpo deshecho del cisne y salió del baño, descalza.
En el tocadiscos, la sonata se repetía de nuevo.





viernes, 27 de mayo de 2011

Campos de devastación

Olía a tierra mojada. A ceniza, a sangre...
La niña caminaba descalza entre los cadáveres. Su vestido, antes blanco, parecía haber sido pintado por la muerte.
Se acercó a uno de los cuerpos que cubrían el suelo, lo agarró por los brazos y empezó a arrastrarlo. Su rostro permanecía blanco, inexpresivo,mientras se llevaba al hombre.
Tras un largo recorrido, se detuvo, cansada. Finalmente, arrojó al muerto sobre una enorme pila de cadáveres. 
Se quedó quieta, contemplando su obra con aquellos ojos negros de mirada vacía, muerta.
El cielo se cubrió de nubes negras y llovió ceniza.
De  nuevo fue en busca de un nuevo difunto. Tiró de él, pero no se movía. Tiró con más fuerza, y se escuchó el sonido de los huesos al romperse y desgarrarse la carne.
Indiferente, con la cara manchada de la sangre aún caliente del muerto reciente, contempló los brazos sanguinolentos que sostenía entre las manos, y frente a ella, el cadáver mutilado.
Se encogió de hombros y los tiró a un lado, pasando descalza por encima del cadáver.
Encontró a una mujer con un agujero en el torso. Se arrodilló a su lado y devolvió a su lugar, con cuidado, los intestinos que se salían de su cuerpo. Después, con las manos manchadas
de las entrañas de la mujer, se quitó el largo lazo del pelo y lo ató con manos delicadas en torno al torso, dejando el corte cerrado. Una vez satisfecha, la arrastró hacia
su macabra montaña.
Llevaba días repitiendo la operación y al fin la montaña era lo suficientemente grande.
Con cuidado, fue colocando una serie de velitas que lo rodearon todo. Vertió un aceite de olor nauseabundo y penetrante sobre todos los cuerpos y escaló hábilmente entre los cadáveres,
agarrándose a ellos con las uñas y clavándoles fuertemente los dedos para asirse mejor.
Al llegar arriba encendió otra velita blanca.
-Pide un deseo- susurró, e inclinó ligeramente la vela, derramando la cera, hasta que la llama alcanzo el cuerpo más cercano.
Se tumbó sobre la pira con sus ojos muertos mirando hacia el frente, sin ver.
De nuevo, encendió la vela, sujetándola contra su pecho.
-Pide un deseo-repitió. 
Y sopló.



lunes, 16 de mayo de 2011

Huellas sobre la arena

A su espalda, las huellas se perdían en la distancia.
Llevaba horas caminando sobre la arena mojada, con la lluvia cayendo sobre sus hombros desnudos.
Un paso tras otro, con la mirada perdida en algún punto de horizonte que solo ella podía ver, sin volver jamás la vista atrás.
Ante mis ojos, la vi desvanecerse en la distancia.
Llevaba horas quieto sobre la arena mojada, con el pelo empapado pegado a la frente y la ropa encharcada.
Gota a gota, c
on los ojos fjos en la arena, vi como la lluvia borraba sus pasos, alejándola de mí.
Siempre un paso má
s.


Licencia Creative Commons
Este obra de Pilar Hernández está bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

miércoles, 13 de abril de 2011

Despertar

El joven se movió en la cama.

Todos lo habitantes de la casa se hallaban en la habitación, mirándolo espectantes.

El chico llevaba varias semanas en cama, desde que se produjo el accidente. Le encontraron entre los escombros, inconsciente, y lo llevaron a la casa. Cuidaron de él, trataron de que no se quedara solo en ningún momento, pero las esperanzas de verlo despertar se habían ido apagando.

La chica levantó la cabeza, todavía con los hinchados y las grandes ojeras negras.

Ella llevaba ahí una semana, esperando a verle despertar. Se ocupaba personalmente de los cuidados más delicados del chico.

Tenía sujeta la mano de él entre las suyas cuando sintió una débil presión en los dedos. Alzó los ojos hacia él y se topó con los suyos, cansados pero brillantes, y su boca torcida en un intento de sonrisa.

-Hola-murmuró.

La chica se movió un poco hasta pegarse a él, depositando en sus labios un beso con la mayor suavidad que pudo.

-Hola- respondió ella entonces sonriente.

El resto de la gente de la casa volvía ahora a la habitación. Se quedaron asombrados al verle despierto.

Él alargó la mano para rozar las pálidas mejillas de la chica, pero sus deods se detuvieron a unos milímetros de su piel.

Miró con los ojos muy abiertos sus dedos deformados, sin comprender, sin recordar.

-Quiero un espejo-pidió autoritario.

-No creo que...

-Traedme-un-espejo- repitió ahora molesto.

Los demás se miraron, la chica les miró desde la cama, suplicando con los ojos que no lo hicieran.

-¡Traédmelo!

Ella le cogió el rostro entre las manos pero él la apartó.

-Quita.

La chica se quedó mirándolo, mientras los demás entraban en el cuarto, trayendo un espejo de plata.

Antes de que dejaran el espejo sobre la cama, ella besó sus manos, y él volvió a apartarla.

Cogió el espejo, sosteniéndolo ante sí.

El rostro que le miraba desde el otro lado no era el suyo.

Su boca era solo una brecha en mitad de un rostro grotesco, sin labios. La cuenca de uno de sus ojos se había quemado, haciéndose más grande. La piel calcinada se pegada aún al hueso en algunas zonas, en otras parecía más muerto que vivo.

Tan solo conservaba un ojo sano y la mitad del pelo. El resto de él había desaparecido.

Soltó el espejo, temblando.

-Fuera-masculló.

Nadie se movió.

-Marchaos todos.

-No puedes quedarte aquí solo, necesitas aún ayuda, no estás bien del todo.

-¿Os pedía ayuda yo acaso?¿No?Pues fuera.

Salieron por la puerta, dolidos, antes no era así.

La chica seguía a su lado, sobre la cama. Puso una mano sobre su hombro, haciendo que él recordara que estaba allí. El chico se volvió al sentir el contacto, clavando en ella una mirada terrorífica.

-Fuera.

-Te quiero...- murmuró.

-Fuera- repitió ya sin mirarla.

La chica se levantó despacio, ocultando sus lágrimas tras el pelo. Se volvió para mirarlo una última vez desde la puerta, guardando su última imagen. Él, de rodillas sobre la cama, temblando ante un espejo. Solo.

La puerta se cerró.

Cuando la chica salió de la casa, los demás la esperaban abajo. Nadie dijo nada.

Y en medio de aquel silencio, un grito inhumano salió de la casa, haciendo que se les pusieran los pelos de punta.

Segundos después, el espejo calló por la ventana, estrellándose contra el suelo.




Licencia Creative Commons
Este obra de Pilar Hernández está bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

domingo, 3 de abril de 2011

Escombros

Desde lejos, se miraron.

Podían ver en sus el amor, la atracción que los llamaba a perderse uno en los brazos del otro, las miradas en las que podían hablarse sin palabras.

Siempre con la mirada fija, sin ver nada más, sin poder acercarse del todo, siempre teniendo en mitad del camino un cristal.

Él escribió un te quiero desde su lado del espejo y ella lloró, recorriendo con sus dedos las letras dibujadas por él. Dolía amar y no poder hacerlo.

Se alejó poco a poco del cristal, viendo que parte de ella iba muriendo a medida que se alejaba...viendo como al otro lado, él se consumía, en el suelo ante el espejo y con apenas fuerzas ya, golpeándolo, intentando hacerlo quebrar.

Él murió allí. En el corazón de ella, un vacío y su recuerdo.

Al cabo de un tiempo, pasó por delante de un hermoso espejo. Al principio era una imagen borrosa, pero cada día que lo miraba se veía más claro, hasta que él volvió a aparecer al otro lado.

La chica sintió miedo, no podía verlo morir de nuevo. Así que se fue, sin marcharse, simplemente se alejó un poco.

Le echaba de menos. Echaba de menos sus sonrisas, echaba de menos sus palabras, echaba de menos sus ojos, su pelo, cada momento que vivieron juntos. Echaba de menos las canciones y las noches sin dormir. Necesitaba que él volviera a estar ahí...

Y volvió.

La vida hizo que ella se partiera en dos y cuando estuvo ante el espejo, él volvió. Cuidó de ella. La quiso...

La noche quisieron besarse chocaron contra el cristal.

Sus manos se rozaban a través del espejo, así que decidieron romperlo, al fin juntos.

No se dieron cuenta, en el instante en sus labios se rozaron, el enorme espejo se derrumbó sobre ellos. Sepultados, sus cuerpos atravesados por cristales. De entre los escombros, sobresalían sus manos, sus dedos apenas llegaban a tocarse.



Licencia Creative Commons
Este obra de Pilar Hernández está bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

El reflejo en el espejo

Se dio de bruces contra un espejo.

Era un reflejo tan perfecto el que la miraba desde el otro lado que se enamoró perdidamente de él.

Trataron de estar juntos, de llegar el uno al otro, de tocarse, de sentirse... pero siempre estaba entre ambos ese cristal.

Un día, se le ocurrió partir el espejo. Así nada los separaría.

Crack.

Los enormes pedazos de cristal cayeron sobre ella.

Ríos de sangre entre los escombros y un reflejo roto.

Se mataron mutuamente.



Licencia Creative Commons
Este obra de Pilar Hernández está bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

lunes, 14 de marzo de 2011

Despiértate y corre las cortinas

Despiértate y corre las cortinas.
La luz que entra por las ventanas es pálida y gris y tú miras hacia fuera con los brazos cruzados sobre el pecho.
También está lloviendo. Sales al balcón, descalza, sintiendo el suelo húmedo bajo tus dedos, mientras miles de gotas se estrellan contra tu cuerpo y empapan tu rostro.
Cierras los ojos y te quedas quieta, escuchas el viento, sientes el agua caer sobre tus labios, suavemente, como un beso. Podrías bailar al son de la melodía que suena en tu cabeza, tan gris como el día, y parecería que la lluvia siguiera tu mismo compás.
Vuelves a la habitación y te tiras sobre la cama. Tu cuerpo forma una marca de agua sobre las sábanas pero no te importa. Ruedas hacia un lado y pasas las manos sobre la tela mojada, el pelo se te pega a la frente en cascadas oscuras y de tus pestañas aún cuelgan algunas gotas solitarias.
Tumbada boca arriba miras el techo, por tu mejilla se deslizan finos hilos de plata, ya no sabes si fue el cielo o eres tu la que está llorando.
Solo quieres quedarte tumbada, envuelta en sábanas cálidas, imaginando, recordando...
Solo quieres quedarte tumbada hasta encontrar fuerzas para levantarte.
Tus ojos se nublan y sabes que ahora son tus lágrimas. Tiemblas de frío pero no es por el agua, estás temblando por dentro y ahí el calor de las mantas no sirve.
Sientes, recuerdas, añoras... pero todo a tu ritmo, a tu modo.
Recuerdas que hubo un tiempo en que tus sonrisas fueron sinceras y piensas en las tristes muecas que ahora tratan de esbozar tus labios, sin que tus ojos sean capaces de acompañarlos.
Fuera sigue lloviendo. Pero sabes que con el tiempo, el sol vuelve a brillar, y al menos fuera, dejará de hacer frío.


Cortar por la línea de puntos

Past
✄---------------
Present

domingo, 13 de marzo de 2011

Bar de la desesperanza

En la entrada de un bar me estoy fumando el quinto cigarro de mi caja de recuerdos y esperanzas.
Veo el humo salir denso de mis labios y desvaecerse en el aire, y con cada calada me estoy fumando lo que siento por ti poco a poco.
Poco a poco se consume el papel, queda colgando la ceniza de tus besos hasta que cae al suelo.
En ciendo un nuevo cigarrillo que va quemando tus gestos de cariño. Su humo con tus palabras se los está llevando el viento.
No pasan coches por la calle Soledad, que hace esquina con Dolor y cruza con Desamparo, desde este Bar de la Desesperanza en el que todos en algún momento paramos.
Entro al bar, el camarero me invita a una copa de penas para ahogarme en ella. De un trago han caído siete y de nuevo ganas de fumar.
Salgo a la calle hay niebla y sopla un viento frío. Borracha de melancolía saco el mechero, una llama de olvido y enciendo el cigarrillo con mis ganas de quererte.
El humo se eleva en la noche y en sus juegos con las luces y la niebla creo ver tu rostro. Debe de ser el alcohol.
Tiro el cigarro sin acabar al suelo y lo aplastó con el talón, hasta que se apague.
Necesito un trago. Me dice el camarero que en un tiempo frecuentaste el local, casi puedo verte en el mismo lugar donde ahora estoy yo. Me pregunto donde estarás ahora y brindo a tu salud para que te vaya bien.
Una copa de sueños perdidos y deseos imposibles, el líquido me abrasa la garganta la garganta. He bebido demasiado, la cabeza me da vueltas y me fallan las piernas... Lo último que sé es que me derrumbo sobre el suelo.


martes, 8 de marzo de 2011

El circo de los horrores

Entre las jaulas se arrastra el polvo, los leones en sus jaulas dan vueltas sin rumbo ni sentido. Están famélicos. El domador se acerca con su sombrero ajado y su muñón en la mano. Un león escupe un par de huesos humanos.

Se oyen bocinas y el chirriar de unos zapatos. Payasos. Las sonrisas de sus rostros no son fingidas, son cicatrices cosidas, y la palidez de su rostro no necesita maquillaje. Sus juegos arrancan más llantos que risas, asustando a niños y mayores.

La trapecista mira hacia arriba. La cuerda suspendida sobre su cabeza, ansía volver a caminar sobre el alambre, volver a oír las ovaciones y enfrentarse al miedo. Imagina con los ojos cerrados, cuando los abre, recuerda que cayó y se partió las piernas. Condenada de por vida a la silla, atada al suelo.

El lanzador de cuchillos esconde la cabeza entre las manos manchadas de sangre. El cuerpo inerte y blanco de su compañera yace sobre sus rodillas manchado de rojo. En una función el puñal le atravesó el corazón. La imagen de su rostro y su grito de dolor atravesaron el de él. Otro tipo de puñal.

Bienvenido al circo de los horrores, donde se arrastran los seres más grotescos y tristes de la tierra. Vagan como almas en pena, arrastrando los pies, ocultándose entre sombras, respirando soledad.

De una bañera sucia y oxidada sobresale el torso bello y blanco de una dama, cabellos dorados desbordando por el borde de la bañera, rozando el suelo. Dejaos seducir por sus enormes ojos almendrados, acercaos hipnotizados por la dulzura de su voz... pero jamás mireis sus piernas, unidas en una cola, atrapadas en la piel. Siempre soñó con que la sacaran a bailar.

El hombre elefante mira desde su escondite a la sirena en la bañera. Siente pena, él la entiende. Engendro natural, cuerpo deforme, repudiado por todos y completamente solo consigo mismo, solo con aquello que más odia. Trofeo de espectáculo, monstruo al que nunca vio el mundo como humano.

Frente al espejo de un tocador, la mujer barbuda llora. Las lágrimas se pierden en el vello de su rostro, donde se ocultan también sus labios, tal vez los más dulces que pueda besar un hombre, pero ninguno estará dispuesto a probarlo.

La soledad siempre presente, habita en la sombra de cada uno de ellos. Carentes de cariño, buscan al caer la noche el consuelo en los brazos de los otros. Buscan de noche para que las sombras los tapen las carencias de sus cuerpos, para ocultar lo monstruoso de su aspecto. Un espectáculo grotesco, las horas de las bajas pasiones que se desvanecen con la llegada del alba. Los rayos del sol rompen el hechizo y los cuerpos se desenredan, se rompen los abrazos. Avergonzados y espantados, todos vuelven a sus refugios, todos solos.

El faquir observa el circo, sentado en su cama de clavos, sus ojos negros, impenetrables, su expresión carente de emoción. No habla, ya no puede, un accidente, el cuchillo que se tragó le cortó la lengua. Desde entonces actúa con cuchillos romos.

La vidente tiene por ojos dos bolas de cristal, transparentes casi siempre, otras veces enturbiados por el humo... Sobre su hombro, un enorme cuervo negro agita las alas y grazna. De su pico cuelgan los restos de la córnea.

El tragafuegos siempre mira a la derecha, actúa siempre de perfil y detesta los espejos. La mitad de su rostro es hueso calcinado, abrasado por un error de cálculo cuando trató de impresionar a la trapecista con sus artes.

Bienvenidos al circo de los horrores, donde la tragedia humana se arrastra por los rincones, donde se busca afecto y se cometen errores.

Bienvenidos al circo de los horrores



Licencia Creative Commons
Este obra de Pilar Hernández está bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

lunes, 28 de febrero de 2011

De niños y juguetes

Hacía meses que pasaba por delante de la juguetería.
Observaba desde el exterior del escaparate los maravillosos juguetes que había tras el cristal.
Trenes rojos, monos que saltaban desde la cajas, grandes osos de peluche... Pero sobre todo le llamaba la atención una muñeca, de porcelana, vestida de negro.
Era muy bonita, con los rasgos tan perfectamente definidos que parecía que iba a mirarte en cualquier momento.
Más de una vez intentó entrar en la tienda, pero el dueño, desconfiado de verlo parado en la calle durante horas, nunca le dejaba entrar.
Cuando volvió a su casa ese día, decidió que quería esa muñeca, debía tenerla.
-Papá, quiero la muñeca de la juguetería de la esquina.
-¿No prefieres un tren?
-Quiero la muñeca.
-¿Un oso de peluche?
-Quiero la muñeca.
-¿Una de esas pelotas de colores?
-Quiero la muñeca.
A la semana siguiente, su padre entró con la muñeca bajo el brazo.
-Toma, cuídala bien, ¿vale? Es muy delicada y puede romperse.
Sus ojos brillaron de felicidad al tenerla entre sus brazos. No había un solo día que se separase de ella.
"Hay juguetes que son mágicos, y esta muñeca es muy especial. Necesita mucho amor para estar así. Sino se acaba mustiando y la porcelana se quiebra."
Su padre le repitió las palabras del juguetero y durante días la muñeca resplandecía, con una belleza inhumana.
Pasaron los días, y la muñeca empezó a aparecer olvidada en los rincones de la casa que frecuentaba su joven dueño. Pero estaba sola.
La piel blanca se volvió gris y perdió brillo.
El padre del niño se percató de este cambio y recogió a la muñeca. La miró fijamente un largo rato, pensando en las palabras del anciano de la tienda. Cuando su hijo llegó a casa, le tendió el juguete.
-Ya no la quiero.
-¿Por qué?- su padre estaba sorprendido.
-Me aburrí.
-Pero se pondrá triste.
El niño cogió la muñeca y la miró. Ya no le gustaba, no era bonita. Salió corriendo, abandonándola al pie de la escalera. Su padre se acercó lentamente y la recogió del suelo. Con cuidado, la metió en una cajita y colocó esta en la estantería del salón. Cuando se dio la vuelta para irse, oyó tras él el sonido de un jarrón al romperse. Abrió la caja. El rostro de porcelana se había quebrado. Acercó una mano para tocar la fría piel inerte, y la muñeca se hizo añicos ante sus ojos.

domingo, 13 de febrero de 2011

Vuelve a ser de noche

Vuelve a ser noche.

De nuevo esas horas tristes bajo un cielo negro, lleno de estrellas solitarias, tantas como horas de soledad sufrimos nosotros.

Las horas más solitarias del día caen sobre nosotros al caer la noche.

Lo sabemos, inconscientemente, sabemos que esto es así. Piensa en cuando eras pequeño. Cuando eres pequeño te acosa el miedo al verte en tu habitación, tu refugio. De pronto todo lo que conoces se queda negro y te aterra, te aterra porque estás solo. Entonces, para engañar un poco ese miedo, escoges un muñeco y te abrazas a él. Tu compañero más fiel en las noches de soledad y miedo infantil.

Pero creces, y conforme creces, por cuestiones sociales o quizás porque te sientes idiota, ese pequeño muñeco que te acompañaba desaparece de tu cama.

Crees que ya no necesitas ese muñeco, que las noches no te asustan, y te vuelves a equivocar. Ahora duermes abrazado a la almohada, y no sabes porqué, la aprietas fuertemente contra ti.

Empiezas a salir, te diviertes, te emborrachas, ligas, te pierdes y te duermes en el camino de vuelta. Pero aún así, a pesar de tus amigos , de esos amores de carretera, te has sentido inmensamente solo.

Te tumbas en la cama pero el exceso de alcohol y el cansancio hacen que caigas rendido.

De nuevo despiertas abrazado a la almohada.

Porque te sientes solo.

Y de repente, un día te acuestas junto a una persona a la que amas, y esa noche no hay miedo, no hay soledad. Te abrazas a ella y la noche parece tener un poco más de luz. Te acostumbras a esa presencia junto a tu cama, al calor de un cuerpo que rodea el tuyo y al resguardo de otros brazos.

Una mañana te despiertas y hay un vacío en la almohada.

De nuevo vuelves a atrás, a los tiempos en que te abrazabas a los cojines. Por tu rostro se escurren lágrimas que mojan la tela, porque sabes que por mucho que lo aprietes contra ti, está frío, inerte. Ya no es suficiente.

Las noches traen una soledad mayor ahora que sabes lo que te han quitado.

De nuevo un miedo infantil, y el viejo muñeco vuelve a dormir entre tus brazos.

Y cada noche lo abrazas con más fuerza.

Y cada noche la soledad se abraza más a ti.




Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Hueso y ceniza

La alegría volvió a su rostro, iluminando sus ojos cuando le vio cruzar el umbral, de vuelta.

Esa noche durmió entre sus brazos, de nuevo a salvo, de nuevo sintiéndose amada. Sus brazos le rodeaban la cintura y ella se acurrucó contra su cuerpo.

De madrugada, despertó. Rozó su mano con la punta de sus dedos y el cuerpo de aquel que amaba se deshizo en cenizas. Solo huesos, un esqueleto que con sus manos abrazaba su cuerpo desnudo. Solo huesos cubiertos de ceniza.

Se giró con los ojos desorbitados hacia el lugar que debía ocupar su cuerpo. Allí, entre los huesos y las cenizas que lo formaban, un corazón marchito y negro, era el único órgano visible... con terror, vio aquella cosa que la tenía aferrada.

Frío, miedo, y silencio...


Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

jueves, 13 de enero de 2011

Hielo

El cielo estaba completamente blanco, iluminado por un sol invernal, carente de calor. Era un pueblo pequeño, sumido en un invierno eterno, de habitantes de piel grisácea y ojos de plata. Bajo la piel de todos ellos corría sangre caliente, de todos excepto de uno.

Poco se sabe de como o cuando apareció en el pueblo, pero desde que llegó se hizo conocida por su extraordinaria belleza, una belleza tan fría y extraña que nadie se atrevió nunca acercarse.

Estaba echa completamente de hielo. Su piel fría y pulida, semitransparente, dejaba adivinar sus huesos bajo la piel; el pelo blanco le caía delicado sobre los hombros, y sus ojos azules con pupilas blancas parecían poder ver a través de ti.

Vivía alejada del resto de personas, en una pequeña torre abandonada, rodeada de árboles de cristal y hojas de plata. Un lugar tan bello como siniestro, que hizo que la leyenda de la dama de hielo se extendiera hasta tierras más lejanas.

Un día, llegó al pueblo un extraño, procedente de una ciudad. Llevaba una chaqueta de piel sobre el pecho desnudo y de uno de sus hombros salía el cuerno de una guitarra. Pantalones de cuero y cadenas, botas camperas, la mano derecha con una uña tan afilada como un cuchillo, la izquierda era la cabeza de la guitarra. Su rostro estaba a medias cubierto por una extraña máscara blanca, sin rostro, dejando ver solo en el lado descubierto un extraño ojo de pupila en espiral, semioculto por los mechones de pelo castaño que caían ondulados sobre su frente.

Vago por el pueblo, preguntando en cada taberna y llamando a cada puerta, tratando de averiguar la forma de encontrar a la helada joven. Al principio la gente se negaba a hablar con él, lo echaba de los locales, tal vez incomodados por su extraño aspecto. Hasta que un día, cuando casi había dado por perdida su búsqueda, se encontró frente a un extraño bosquecillo. Los árboles brillaban, descomponiendo la lluz del sol, dando las únicas notas de color a ese mundo pintado de blanco.

Seducido por la belleza del bosque, el joven se internó entre los árboles.

Desde una ventana, la mujer de hielo le vio moverse entre las letales ramas. No era como los demás, era extraño, quizás tanto como ella, tal vez igual de solo. A sus fríos ojos asomó un destello de ternura.

Los árboles de cristal parecían moverse a medida que avanzaba, cerrando cualquier oportunidad de dar media vuelta. El sol que se filtraba a través de las ramas le quemaba la piel, que los propios árboles trataban de desgarrar, como si quisieran evitar que saliera de allí. Ya no había oportunidad para arrepentirse, solo podía seguir hacia delante. Casi había salido cuando una de las ramas se derrumbó tras él, atravesando la chaqueta de cuero y dejándole clavado al suelo. Trató de liberar la prenda, pero otro árbol cercano comenzó a tambalearse. Lo más rápido que pudo, sacó los brazos de la chaqueta y se apartó justo en el momento en que el árbol cayó en el lugar donde él había estado. Entre él y la salida, las ramas formaban una enrevesada telaraña de cristales, dispuestos a atravesar la piel desnuda de su pecho.

La joven desde la ventana seguía observando.

El chico hizo sonar las cuerdas de guitarra que recorrían su brazo, un desgarro agudo y punzante que hizo que la telaraña se hiciera añicos ante el. Sus botas pisaron los restos del suelo al salir lentamente del bosque.

Al verlo salir del bosque, la dama de hielo bajó las escaleras de su torre hasta llegar a la puerta principal. Posó su mano sobre el picaporte y se detuvo unos segundos antes de abrir. El corazón le latía inusualmente deprisa. Abrió la puerta.

Frente a frente, sus miradas se cruzaron.

El joven se quedó mirándola fijamente, hasta que finalmente se acercó a ella. La muchacha le miraba embelesada, incapaz de desviar la mirada de sus ojos. No se conocían, jamás se habían visto, pero entre ellos saltó una chispa nada más verse.

Varios días pasó el chico-guitarra en la torre de la dama de hielo.

Estaba completamente prendado de su gélido cuerpo, de su extraña hermosura, y de sus fascinantes ojos blanquecinos. Tan hechizado estaba por su encanto que se enamoró perdidamente.

Ella, sintió poco a poco hacia él una atracción cada vez mayor, deseaba derretirse entre sus brazos, descifrar el misterio que giraba en su mirada y ver la cara oculta del hombre que ahora estaba a su lado.

Fue demasiado. Demasiado para su corazón helado, demasiado amor.

Se despertó solo en la cama de la torre. La llamó sin obtener respuesta. Salió al jardín, desesperado y la vio allí, de espaldas a él, de pie ante el bosque de cristal. Con esa cristalina sonrisa tan bella que podía hacerte llorar de alegría. Por un momento él sonrió, pero cuando ella se volvió, su sonrisa se convirtió en una mueca de horror.

Su cuerpo perfecto goteaba, y de su pecho cristalino brotaba un vapor denso, hirviendo. Le quería, y ella no podía querer, su cuerpo no podía soportar el calor de un sentimiento como el amor, y su corazón, hirviendo de amor por el joven extranjero, estaba acabando con ella.

Corrió hacia ella y estrechó entre sus brazos el cuerpecillo de la dama. La vio derretirse ante sus ojos, vio como sus delicados brazos gotearon sobre la hierba, vio su rostro deshacerse en lágrimas blanquecinas, procedentes de sus ojos. Incluso sus labios azulados, que él ni siquiera llegó a besar, se deshacían en agua.

Cayó de rodillas, empapado en los restos líquidos de la dama que durante unos pocos días le había echo creer en el amor. Entre el líquido que ya empezaba a evaporarse todavía palpitaba el corazón de la chica. Loco de dolor, alargó la mano

hacia el agonizante órgano, cogiéndolo con el mismo cariño con el que acaricio su fría piel. Inconscientemente, acercó el corazón al suyo propio, y un grito desgarrador hizo temblar los árboles del bosque cuando el órgano toco su piel. Estaba tan frío que abrasaba, y le abrasó el corazón, dejando en su lugar un agujero de carne calcinada y cables rotos emergiendo de su pecho.

Febril, temblando de frío, de calor, de dolor, el joven se derrumbó junto al corazón, rodeado por una nube de vapor...





Licencia de Creative Commons
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.